Carlos Escoffié Duarte, abogado del Colectivo de Comunidades de Los Chenes / Maria Colin, campañista legal de Greenpeace México.

Llegamos al Día internacional de los pueblos indígenas en medio de un contexto de amplio riesgo y estigmatización hacia las personas indígenas defensoras de derechos humanos, el cual pareciera no dar tregua.

 

En su obra “El país de los ciegos”, H. G. Wells señala que decir lo que ocurre en la realidad puede ser motivo de persecución y censura. Es por eso que en estos tiempos en los que nos encontramos a las puertas de una debacle ambiental irreversible, los más perseguidos, estigmatizados y asesinados por defender los derechos son los pueblos y comunidades indígenas que defienden el medio ambiente.

En su último informe titulado “¿Enemigos del Estado?”, la organización Global Witness señala que al menos 164 personas defensoras del medio ambiente fueron asesinadas durante 2018. 14 de esos casos ocurrieron en México. Uno de esos casos es el de Julián Carrillo, activista asesinado el 24 de octubre de 2018 por su trabajo de defensa de tierras indígenas en la Sierra Tarahumara contra la explotación minería. 

Las personas indígenas que defienden los derechos humanos se encuentran en un especial estado de vulnerabilidad frente a hostigamientos, campañas de desprestigio, amenazas y atentados contra su vida e integridad. El riesgo que de por sí pudiese generar el ejercicio del derecho a defender derechos, por distintos factores se ve agravado en el caso de los pueblos originarios.

Por un lado, porque los discursos y estereotipos racistas en contra de la población indígena –aún arraigados y presentes en la sociedad latinoamericana- permite que en algunos sectores de la sociedad, las campañas de desprestigio calen con facilidad, e incluso,  sean minimizados los riesgos que padecen. Además, el grado de exclusión en el que se encuentran la mayor parte de las comunidades indígenas, aunado a la falta de acceso institucional y a medios de comunicación, obstaculiza que los crímenes cometidos en contra de ellos sean debidamente difundidos en la escena pública.

 

Asimismo, cuando comienzan campañas de desprestigio y difamación en contra de personas indígenas defensoras de derechos humanos, las autoridades suelen minimizar la situación en la medida que no constituyen propiamente amenazas desde el punto de vista del derecho penal. Esa indolencia ante esa situación agudiza su estado de riesgo, generando escenarios de confrontación y rechazo al interior de sus comunidades como efecto de información falsa difundida.

El Centro por la Justicia y el Derecho Internacional (CEJIL) en su Documento de coyuntura Número 6: “Aportes para mejorar el sistema interamericano de derechos humanos”, ha reconocido la importancia de que en contextos de estigmatización pública a personas defensoras de derechos humanos, “el reconocimiento que haga el Gobierno en cuestión, tendría una incidencia positiva [en su seguridad] mayor que únicamente proveerlos de seguridad policial”.

El desinterés institucional, social y mediático por este contexto –cuando no su justificación- representa las últimas consecuencias de la discriminación hacia los pueblos indígenas, que ha ido arraigándose en nuestras sociedades a lo largo de siglos. Como si se tratase de una crónica de Bernal Díaz del Castillo, la lucha emprendida por líderes, comunidades y pueblos indígenas para defender la tierra, el territorio y el medio ambiente es presentada por medios como sabotajes al desarrollo basados en la “ignorancia bárbara” de poblaciones originarias. Todo ello a pesar de que en países como México muchas de las áreas naturales que conservan aún su biodiversidad son producto de la conservación propia de las formas de organización de comunidades indígenas.

¿Hasta cuándo seguirá el gatillo –mediático y literal- hacia quienes nos envían el mensaje de que este planeta ya no da más? ¿Por qué en lugar de ver como amenaza a quienes resisten a la lógica imperante de explotación y consumo entendemos que ésta es insostenible?