Por Estefanía González, subdirectora de Campañas, Greenpeace 

A menudo en Chile (y seguramente, en el resto del mundo) oímos hablar de crecimiento económico. Este cliché de todas las conversaciones económicas, políticas y sociales, que se refiere a la necesidad constante de aumentar la producción y el consumo en una nación con la promesa de una mejor calidad y estándar de vida, que ha probado -una y otra vez- no ser del todo cierto.

En un país como el nuestro, donde la base económica está puesta en la extracción de recursos (minería, agricultura, sector forestal, salmonicultura, etc), el crecimiento económico ha implicado, históricamente, la degradación de los territorios y la creación de zonas de sacrificio, profundizando problemas graves como la inequidad y la desigual distribución de cargas y beneficios ambientales.

Campamento de Defensa Forestal en Indonesia Papua © Jurnasyanto Sukarno / Greenpeace

En noviembre del año pasado, desde Greenpeace Internacional, publicamos un informe elaborado por académicos, organizaciones y activistas de todo el mundo, llamado ‘Cultivando las alternativas: sociedades para un futuro más allá del PIB’ (en inglés, Growing the Alternatives: Societies for a Future Beyond GDP), que explora alternativas políticas, escenarios económicos y opciones de cara al mercado, a la vez que revisa ejemplos existentes que funcionan bien, marcando el camino para los futuros que se pueden construir sin destruir comunidades y naturaleza en el trayecto.

Como ya adelantaba, la sobreexplotación de recursos no se traduce como algo positivo para toda la sociedad; de hecho, en este reporte los expertos dan cuenta, por ejemplo, del mito que ha significado considerar la acumulación económica de las élites como algo positivo para el conjunto de la sociedad, ya que ese dinero no “drena” hacia el resto, como se pretende hacer creer, sino que se perpetúa en los mismos grupos de poder. Sin ir más lejos, un estudio de Oxfam de 2017, determinó que el 82% del crecimiento de la riqueza mundial fue a parar a manos del 1% más rico, mientras que, en el caso de Chile, un estudio de Cepal en 2022 determinó que el patrimonio de las nueve familias más ricas del país equivale al 16,1% del PIB de la nación, la concentración más alta de la riqueza en América Latina.

Prato, distrito textil de Italia, se compromete a desintoxicarse © Andrea Guermani / Greenpeace

Para revertir ese camino de destrucción global y enriquecimiento de unos pocos, los analistas convocados en este informe propusieron que los sistemas económicos y la sociedad en su conjunto prioricen cinco ítemes:

1) las personas y el planeta (por encima del crecimiento y la ganancia)

2) distribución equitativa del poder y la riqueza

3) bienestar en el centro

4) inclusión, justicia y diversidad, y, por último,

5) resiliencia y comunidades. 

Para que eso efectivamente suceda, los gobiernos deben promover y fomentar la transparencia y la confianza en la información; una democracia real y altamente participativa; los principios de cooperación, ayuda mutua y beneficio colectivo, y, por último, un accountability real para que todo lo anterior ocurra.

Sin embargo, al escuchar las discusiones políticas y económicas y su argumentación influenciada por el mito del éxito colectivo de nuestro modelo económico, tristemente nos damos cuenta de que estamos lejos de replantearnos el fracaso del modelo vigente y la posibilidad de construir todos (la ciudadanía, el Estado y el sector privado) uno que responda a las necesidades de la sociedad de hoy, y que tome en cuenta el desafiante momento actual de la naturaleza: caracterizado por una triple crisis planetaria interconectada (climática, de biodiversidad y contaminación) cuyas consecuencias nos están afectando a diario. 

Cuando vemos que un aumento de un 2% o 4% anual en tal o cual industria es considerado un fracaso del gobierno de turno, o apuntado como la evidencia absoluta de la ralentización económica, pareciera que el sector privado olvida que los recursos sobre la tierra son limitados y que pensar en un crecimiento infinito es un sinsentido desde el punto de vista práctico. Y, peor aún, cuando vemos que un gobierno que se hizo llamar ecologista “recoge el guante” e idea soluciones a medida para la degradación medioambiental, nos alejamos aún más de encontrar una alternativa que se haga cargo de la crisis climática y ecológica que atravesamos, que afecta directamente nuestro bienestar e, incluso, a nuestras economías.

En su ensayo ‘Crítica de la economía política del desarrollo y del crecimiento’, el economista francés Alain Mounier concluyó que la mencionada teoría económica suele olvidar las cuestiones sociales de tal forma que tiende a subordinar lo social a lo económico Esta situación nos impone un “estado exiliado”, que ha abandonado su rol de resguardo del bien común, poniendo en riesgo además, la salud de los ecosistemas de los que depende nuestra propia sobrevivencia.

Como sociedad nos urge una visión país que nos muestre la posibilidad de mejorar la calidad de vida de las personas y los territorios sin comprender a la naturaleza como un mero depositario de recursos a explotar para el beneficio de unos pocos. Debemos recordar que es la economía la que debe estar al servicio de las personas, y no al revés. No es posible que en nombre del crecimiento económico debamos aceptar la pérdida de biodiversidad, contaminación, extinción de especies y el deterioro de los lugares que habitamos. Es de esperar que pronto el Estado y sus administradores retornen de ese ostracismo y se permitan el rol que les corresponde: guiarnos de manera eficiente y acorde a nuestros tiempos, sin sacrificar al planeta, a las personas, ni a nuestro futuro.